
> Aún estaba sentado en la catedral ese sábado por la tarde, rodeado por el espeso olor de la cera en el aire inmóvil. La mujer de las estaciones había desaparecido y reinaba más oscuridad que antes a mi alrededor. Un niño apareció con la negra casaca de monaguillo, con un largo apagador dorado. Ponía el pequeño cono sobre una vela y luego sobre otra y otra. Yo estaba estupefacto. Me miró y se alejó como para no molestar a un hombre profundamenteconcentrado en la oración. Y enotonces, cuando él avanzaba hacia el próximo candelabro, sentí una mano sobre mi hombro.
> Que dos seres humanos pudieran acercarse tanto a mí sin que los oyese, sin que me importase, me indicó en mi interior que yo estaba en peligro, pero no me importó. Levanté la mirada y vi que se trataba del sacerdote canoso.
>>- ¿Quiere la confesión? -me preguntó-. Estaba por cerrar la iglesia.
> Entrecerró los ojos detrás de sus gruesos lentes. La única luz provenía ahora de los pequeños vasos rojos con velas que ardían delante de los santos, y las sombras subían por los altos muros.
>>- Usted tiene problemas, ¿verdad? ¿le puedo ayudar en algo?
>> Es demasiado tarde, demasiado tarde -le susurré, y me puse de pie para irme.
> Se apartó de mi, al parecer sin notar aún nada de mi aspecto que lo pudiera alarmar, y me dijo bondadosamente, como para tranquiliarme:
>>- No, aún hay tiempo. ¿Quiere venir al confesionario?
> Por un momento lo miré. Sentí la tentación de sonreír. Entonces se me ocurrió aceptar. Pero incluso cuando lo seguía por el pasillo, en las sombras del vestíbulo, sabía que no sería nada, que era una locura. No obstante, me arrodillé en el pequeño cubículo de madera, con mis manos cruzadas y el se sentó dentro del confesionario y abrió la ventanilla para mostrarme el esbozo mortecino de su perfil. Lo miré un momento y dije, levantando la mano para hacer la señal de la cruz.
>>- Bendígame, padre, porque he pecado, he pecado tan a menudo y hace tanto tiempo que no sé como cambiar ni como confesar ante Dios todo lo que he hecho.
>>- Hijo, Dios es infinito en su capacidad de misericordia -me dijo-. Díselo a Él de la mejor manera que conozcas y desde el fondo de tu corazón.
>>- Asesinatos, padre, muerte tras muerte: la mujer que murió hace dos noches en Jackson Square. Yo la maté. Y a miles de otros antes que ella, uno o dos por noche, padre, durante setenta años. He caminado por las calles de Nueva Orleans como el Segador Maldito y me he alimentado de vida humana para mantener mi propia existencia. No soy un mortal, padre; soy inmortal y condenado, como los ángeles puestos en el infierno por Dios. Soy un Vampiro.
>El cura me miró:
>>- ¿Qué es esto? ¿Una especie de deporte para usted? ¿Una broma? ¡Aprovechandose de un anciano!
> Salió del confesionario con un portazo. Rapidamente abrí la puerta y lo vi de pie.
>>- Joven ¿No tiene usted temor aDios? ¿Sabe usted el significado del sacrilegio?
> Me miró furioso. Entonces me acerqué, lenta, muy lentamente y, al proncipio, pareció mirarme indignado; luego, confuso, dió un paso atrás. La iglesia estaba vacía, oscura; el sacristán se había retirado y las velas ardían fantasmales, en los altares más distantes. Producían como una especie de corona, encina de su cabeza cana y de su cara.
>>- ¡Entonces, no hay misericordia! -dije, y de repente, le puse las manos sobre los hombros.
> Lo mantuve en un abrazo sobrenatural, del que el no podía esperar apartarse, y lo acerqué aún más a mi cara. Abrió la boca horrorizado.
>>- ¿Ve usted lo que soy? Por qué, si Dios existe permite que yo exista? -le dije-. ¡Y usted habla de sacrilegios!
> Hundió sus uñas en mis manos tratando de liberarse, y el misal cayó al suelo, y su rosario repiqueteó entre los dobleces de su sotana. Fue como si luchara contra las estatuas animadas de los santos. Estiré los labios hacia atrás y le mostré mis dientes virulentos.
>>- ¿Por qué permite Él que yo viva?
> Su cara me enfureció, su miedo, su desprecio, su furia. Vi todo eso; era el mismo odio que me había tenido Babette, y él me susurró, pero con pánico mortal.
>>-¡Déjame demonio!
> Lo dejé, contempando con fascinación siniestra como se alejaba, moviéndose por el pasillo central como si caminara entre la nieve. Y entonces me lancé en pos de él tan rápidamente que en un instante lo abracé con mis brazos estirados, y lo envolví con mi capa en la oscuridad. Hizo un último intento desesperado por desasirse, mientras me maldecía y llamaba a Dios en el altar. Y entonces lo agarré en los primeros escalones de la barandilla de la Comunión y allí le di la vuelta para que me viera, y le hundí los dientes en el cuello...
> Que dos seres humanos pudieran acercarse tanto a mí sin que los oyese, sin que me importase, me indicó en mi interior que yo estaba en peligro, pero no me importó. Levanté la mirada y vi que se trataba del sacerdote canoso.
>>- ¿Quiere la confesión? -me preguntó-. Estaba por cerrar la iglesia.
> Entrecerró los ojos detrás de sus gruesos lentes. La única luz provenía ahora de los pequeños vasos rojos con velas que ardían delante de los santos, y las sombras subían por los altos muros.
>>- Usted tiene problemas, ¿verdad? ¿le puedo ayudar en algo?
>> Es demasiado tarde, demasiado tarde -le susurré, y me puse de pie para irme.
> Se apartó de mi, al parecer sin notar aún nada de mi aspecto que lo pudiera alarmar, y me dijo bondadosamente, como para tranquiliarme:
>>- No, aún hay tiempo. ¿Quiere venir al confesionario?
> Por un momento lo miré. Sentí la tentación de sonreír. Entonces se me ocurrió aceptar. Pero incluso cuando lo seguía por el pasillo, en las sombras del vestíbulo, sabía que no sería nada, que era una locura. No obstante, me arrodillé en el pequeño cubículo de madera, con mis manos cruzadas y el se sentó dentro del confesionario y abrió la ventanilla para mostrarme el esbozo mortecino de su perfil. Lo miré un momento y dije, levantando la mano para hacer la señal de la cruz.
>>- Bendígame, padre, porque he pecado, he pecado tan a menudo y hace tanto tiempo que no sé como cambiar ni como confesar ante Dios todo lo que he hecho.
>>- Hijo, Dios es infinito en su capacidad de misericordia -me dijo-. Díselo a Él de la mejor manera que conozcas y desde el fondo de tu corazón.
>>- Asesinatos, padre, muerte tras muerte: la mujer que murió hace dos noches en Jackson Square. Yo la maté. Y a miles de otros antes que ella, uno o dos por noche, padre, durante setenta años. He caminado por las calles de Nueva Orleans como el Segador Maldito y me he alimentado de vida humana para mantener mi propia existencia. No soy un mortal, padre; soy inmortal y condenado, como los ángeles puestos en el infierno por Dios. Soy un Vampiro.
>El cura me miró:
>>- ¿Qué es esto? ¿Una especie de deporte para usted? ¿Una broma? ¡Aprovechandose de un anciano!
> Salió del confesionario con un portazo. Rapidamente abrí la puerta y lo vi de pie.
>>- Joven ¿No tiene usted temor aDios? ¿Sabe usted el significado del sacrilegio?
> Me miró furioso. Entonces me acerqué, lenta, muy lentamente y, al proncipio, pareció mirarme indignado; luego, confuso, dió un paso atrás. La iglesia estaba vacía, oscura; el sacristán se había retirado y las velas ardían fantasmales, en los altares más distantes. Producían como una especie de corona, encina de su cabeza cana y de su cara.
>>- ¡Entonces, no hay misericordia! -dije, y de repente, le puse las manos sobre los hombros.
> Lo mantuve en un abrazo sobrenatural, del que el no podía esperar apartarse, y lo acerqué aún más a mi cara. Abrió la boca horrorizado.
>>- ¿Ve usted lo que soy? Por qué, si Dios existe permite que yo exista? -le dije-. ¡Y usted habla de sacrilegios!
> Hundió sus uñas en mis manos tratando de liberarse, y el misal cayó al suelo, y su rosario repiqueteó entre los dobleces de su sotana. Fue como si luchara contra las estatuas animadas de los santos. Estiré los labios hacia atrás y le mostré mis dientes virulentos.
>>- ¿Por qué permite Él que yo viva?
> Su cara me enfureció, su miedo, su desprecio, su furia. Vi todo eso; era el mismo odio que me había tenido Babette, y él me susurró, pero con pánico mortal.
>>-¡Déjame demonio!
> Lo dejé, contempando con fascinación siniestra como se alejaba, moviéndose por el pasillo central como si caminara entre la nieve. Y entonces me lancé en pos de él tan rápidamente que en un instante lo abracé con mis brazos estirados, y lo envolví con mi capa en la oscuridad. Hizo un último intento desesperado por desasirse, mientras me maldecía y llamaba a Dios en el altar. Y entonces lo agarré en los primeros escalones de la barandilla de la Comunión y allí le di la vuelta para que me viera, y le hundí los dientes en el cuello...
Anne Rice - Crónicas Vampíricas
No hay comentarios:
Publicar un comentario